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“Por tu error perdiste todos tus derechos”

Las conversaciones por teléfono no llegaban a nada, y en persona aún menos. “Ya tu sabes lo que hiciste hace seis años. Te pusiste a tomar, manejaste ebria, chocaste, y ahora tienes que pagar las consecuencias. Te deportaron. Por eso no puedes ver las niñas. Las abandonaste. Y ahora quieres volver a ser mamá cuando te conviene. Pues no puedes. Mientras estabas en México haciendo de las tuyas, yo pedí la custodia de las niñas, y ahora no tienes derecho ni a visitarlas. Ni pidas más. Ya te dije que no las puedes ver. Y si sigues pidiendo te voy a reportar a la migra ‘pa que te echen ‘pal otro lado otra vez. ¿Escuchaste?” “Pero Miguel, mira que le compré unos vestiditos y las quiero llevar a la iglesia”. “Pues usa esas garras para limpiar tu escusado porque mis hijas no se van a poner esos trapos”. Los insultos no paraban. “El año pasado sólo las vi dos veces, Miguel.” “Y me arrepiento de las dos. Aquí tengo el papel del Tribunal de Familias que me da todo a mí. Ni te aparezcas al tribunal porque ahí mismo te deportan. Recuerda que nunca pagaste por ese caso de manejar ebria, y te andan buscando para arrestarte. ¡Olvídalas! Son mis hijas. ¡Mira que ya ni preguntan por ti!” La madre no toleró más. Se entregó a la misericordia del juez. Para la sorpresa de la madre, el papá nunca había conseguido tal custodia. La había estado engañando. Como castigo, el juez le quitó la custodia al padre, y le dio sólo visitas supervisadas. Las niñas regresaron al regazo de su madre.
Así pasa con nosotros. Cuando queremos buscar a Dios con corazón adolorido y deseosos de encontrar perdón y paz con Dios, se presenta el acusador. “Has perdido todos tus derechos al perdón. Has cometido demasiados pecados. Atrévete a acercarte a Dios y verá que te rechazará y condenará, porque para ti no hay remedio.” Esa es la tarea de Satán, el acusador. Pero la Escritura dice algo muy diferente. “Vengan, vamos a platicar este asunto. Aunque sus pecados sean como el rojo más vivo, yo los dejaré blancos como la nieve; aunque sean como tela teñida de púrpura, yo los dejaré blancos como la lana” (Isaías 1:18). Fíjense bien que aquí el que obra este milagro es Dios. De hecho, ya lo obró, en la persona de Cristo Jesús, su divino Hijo, en la cruz. Allí el derramó su preciosa sangre para el perdón de todos nuestros pecados. Allí Él cumplió la promesa de dejarnos “blancos como la lana”. “¿Acaso quiero la muerte del pecador?” “Mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia” (Romanos 4:5). No escuches la voz del Acusador. El Justificador te ha devuelto todos tus derechos. Créele. Has sido perdonado. Regresa al regazo de tu Padre que está en los cielos…

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