
“A mí no me controla nadie”
Ya a sus 14 años el joven tenía una mirada distante y desafiante. Entramos a la sala de entrevistas su madre y el abogado del joven. Enseguida se reclinó en el espaldar de su silla contra la pared. El abogado le reclamó: “Miguel, esta es una seria acusación, te pueden encerrar en el reclusorio juvenil hasta por tres años”. Miguel miraba intensamente un punto distante en la pared opuesta. “¿Me entiendes?” “Ajaaaa”, respondió sin interés alguno. “Entraste a un comercio y te robaste dos cartones de cerveza. Te pueden encerrar hasta por tres años”. Ahora el joven fijó su atención en sus uñas. El abogado intentó por otro lado: “Si te hiciéramos una prueba de drogas ahora mismo saldrías limpio o sucio?” La madre lo miraba con una profunda tristeza, su rostro pálido, los labios le temblaban como si elevara una súplica que nadie podía escuchar. “Ah, pues la máquina dirá, ¿no?” respondió el joven sin levantar el rostro. “Dime”, prosiguió el abogado, “¿la marihuana te controla, o tu controlas la marihuana?” “A mí no me controla nadie”, balbuceó el muchacho con una fugaz mirada a la madre. “Entonces, si la marihuana no te controla, ¿por qué estás aquí?” “Dos cartones de cerveza no es nada”, respondió entre dientes el muchacho. A lo que la madre prorrumpió en llanto.
Pudiéramos decir muchas cosas más lamentando el carácter del joven, el descuido de los padres, el fracaso del sistema escolar, de las iglesias, del gobierno, y mucho más. Pero las palabras del joven hacen eco en cada corazón humano: “A mí no me controla nadie”. Este ha sido el grito del pecado en cada joven de la humanidad. Hasta que llegó el joven Jesús, y se sometió a sus padres, “y crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres”. Desde niño y joven ya estaba tomando nuestro lugar. A los doce años lo encontramos en otra sala, en el templo, discutiendo con abogados y religiosos, pero Él hacía las preguntas. “Y, ¿por qué no enseñan la verdadera fe? “¿Por qué enseñan de todo menos que Dios perdona los pecados por la sangre del Cordero?” Fue su acto de rebeldía. A Él sólo lo controlaba su pasión por vivir una vida santa y justa a nuestro favor. No le había dicho nada a sus padres. Cuando las fiestas en Jerusalén terminaron, se quedó en el templo abogando por nosotros. Cuando José y María finalmente lo encontraron, se defendió con una sola pregunta: “¿Acaso no sabían que es necesario que me ocupe de los negocios de mi Padre?» (Lucas 2:49). Y esa ocupación lo llevó hasta la cruz, donde murió por tus pecados para que hoy puedas confesar que por la fe en Él has quedado sano y justificado de tu juventud, de tu niñez, de cada etapa de tu vida ¡por su inigualable acto de rebeldía!
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