Cuando las Estrategias Fracasan…

Cuando las Estrategias Fracasan…

Pláticas entre Padres...

Recuerdo cuando era niño, me parecía muy divertido fastidiar a mi hermanito menor. Yo apenas tenía unos 11 años, pero mi hermanito tenía cuatro. Le hacía muecas, caras amenazantes que lo asustaban, lo pellizcaba a las escondidas. Claro que todas mis hazañas tenían sus consecuencias. Él pegaba el grito y corría a mi papá. Sin pedir evidencias, él agarraba el cinto, y el resto era historia. Pero ni el cinto ni la chancla, ni cualquier violencia física funciona. Puede ser que el comportamiento se corrija, pero el mal se zambulle. El niño aprende a ser más listo para esconder su comportamiento. La violencia de los padres le da alitas al mal que traemos adentro. Los niños acuden al engaño y la mentira. Además, se endurece al castigo físico, y en su mente, se da cuenta de una gran verdad. Si sus padres no se controlan en el castigo, ¿qué van a esperar de ellos? ¿Cuántas veces uno de los padres no agarra la chancla y comienza a darle en el trasero al niño gritando: “¡No le pegues a tu hermanito! ¡Las cosas no se arreglan a los golpes!”
Recuerdo una Nochebuena, estábamos listos a leer la historia del nacimiento de Jesús. Era la tradición en nuestro hogar. Antes de abrir los regalos, mi padre nos leía de la Biblia esa milagrosa historia. Pero yo también había llegado preparado. Había hecho unas pequeñas bolitas de papel y las tenía en el bolsillo. Mientras mi padre leía, saqué una, y la lancé hacia mi hermanito, la cual le golpeó justamente en su oído. El grito fue instantáneo, mientras su dedito me señalaba. Mi padre puso la Biblia a un lado, me tomó del brazo y me dirigió escalera arriba. Yo sabía lo que iba a pasar, pero me prometí que no iba a llorar, aguantaría todos los correazos. A media escalera mi padre se quitaba el cinto, y los correazos comenzaban tan pronto cerraba la puerta de la recámara. Todo era predecible. Pero esta vez mi padre no se quitó el cinto. Su mano en mi brazo no me apretaba. Entramos a la recámara, y para mi gran sorpresa mi padre se arrodilló al lado de mi cama, llorando y gimiendo con sollozos. Y entonces comenzó a orar. ¡Sí! A orar. Estos no eran rezos, eran gemidos que salían de su corazón. “Padre Dios, yo no sé qué más hacer con este niño. No puedo hacer más. Corrígelo tú, pues yo no puedo.” Sus sollozos se entretejían a su súplica. “Ayúdame Señor, a saber cómo corregirlo, pues él no aprende con los castigos, no importa cuán duro le pegue.” Yo me asusté pues nunca había visto a mi padre así. Nunca antes lo había visto llorar. No sabía qué hacer. Se agarraba el pecho con dolor, su cara estaba retorcida de llanto. Me acerqué a consolarlo. “Hijo, te quiero mucho, no sé qué más puedo hacer”. Me abrazó fuertemente, yo le devolví el abrazo también llorando. Fue la última vez que fastidié a mi hermanito…

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