
“Yo soy su padre, no está sola”
La joven aparentaba varios años más de sus 16 primaveras. Su rostro delataba esa madurez que viene con esperanzas rotas, desilusiones superadas, y un corazón inquebrantable. Se presentaba solicitando la custodia de su hijo de dos años. La joven había quedado embarazada pocos meses después de un amorío con un joven mayor. Meses después el joven se llevó al pequeño a visitar a sus abuelos en otro estado. En pocos días el joven desapareció. Los abuelos paternos asumieron la custodia del niño por más de un año sin permitir visitas a la madre. Finalmente una maestra de su escuela nocturna le ayudó a diligenciar los escritos pidiendo la custodia de su niño. Llegado el día el juez la llamó a lo último. La sala había quedado sola. El juez leyó los escritos y exclamó, “¡Pero usted es menor de edad! Aparenta mucha madurez. Pero no podemos seguir adelante con su caso. Se necesita un guardián, un padre, a quien yo pueda nombrar su protector. “¿Usted trajo a alguien, joven?” “No su señoría, vine sola”. Sólo por cumplir el juez preguntó, “¿Hay algún pariente cercano de esta niña?” Sorpresivamente, desde una esquina se escuchó una voz grave hablando con autoridad, “Soy su padre, ella no está sola”. “¡Papá!, exclamó la niña. El hombre había entrado silenciosamente. Todos habíamos estado atentos a la niña y no nos percatamos de la entrada del padre. “¡Maravilloso”, dijo el juez. “Le nombro protector de la niña en esta causa!”
Desde la cruz del Calvario, Jesucristo proclamó, “¡Soy el padre de toda esta humanidad de pecadores, no están solos! Soy su pariente más cercano. Las Escrituras relatan que en la antigüedad, cuando alguien perdía sus derechos, o era vendido como esclavo sólo tenía una esperanza: su GOEL. Es el nombre en hebreo del pariente más cercano. Sólo esa persona podía rescatar al pobre, al enfermo, al esclavo, al despojado de todos sus derechos. Se presentaba a la puerta de la ciudad, y ante todos los magistrados osadamente reclamaba la libertad de su pariente infortunado, sin importar el costo. Luego lo llevaba a vivir con su propia familia hasta su último día. ¡Era todo un compromiso de amor! Dice la Escritura, “Si uno de tus hermanos llega a ser tan pobre que tiene que vender parte de su posesión, su pariente más cercano vendrá y redimirá lo que su hermano haya vendido” (Levítico 25:25). Ahí estamos dibujados todos. Debido a nuestra codicia y egoísmo lo perdimos todo. Ni podemos presentarnos ante el tribunal de Dios por nuestra propia cuenta. Cuando pensamos que nuestro caso está perdido, se oye la voz de Jesucristo que nos dice, “En la cruz pagué tu rescate, soy tu pariente más cercano, te amo, por eso te compré con mi sangre. Ven a vivir conmigo para siempre”. Y al que cree ya es una realidad. Y al que no cree, se encuentra con la más grande sorpresa: ¡También fue rescatado!
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