
Volando se Aprende
Me prometí que sólo iba a comprarle unos planeadores de madera de balsa, esos que uno avienta a la brisa y salen planeando. Son económicos por si se pierden. Pero de la tienda de juguetes salimos con una avioneta de control remoto, el modelo más económico para entrar en el deporte. ¡Pagué más de 10 veces más de lo que había pensado! ¿Esto le ha pasado a algún otro papá o mamá? O, ¿seré yo el único? No importa. Ya estaba enganchado. El niño se enamoró de la pequeña avioneta de madera. Dijo que ya la sabía pilotear porque él jugaba los simuladores de aviones en el internet. Yo quise creerle. Bueno, también es que hace muchos años tomé clases de aviación, y tuve la licencia de pilotear una avioneta. Yo también me creía capaz.
Hicimos la cita. A la tarde, después de levantarlo de la escuela. Nos vamos al parque donde hay mucho zacate, todo despejado, tan sólo unos árboles bordeando toda la zona, pero no presentaban ningún peligro. Así fue. Muy entusiasmados el niño abrió la caja, preparamos la nave, revisamos los controles. Al ver la fuerza y la velocidad del motor, el niño decidió que yo iría primero. “No hay problema, yo te enseño”. El primer vuelo de alguna manera encontró el cacho de la única estatua en la cercanía: un carnero montés. El daño fue menor, pero muy por adentro cuestioné mis capacidades de piloto, cuestión que desapareció en pocos segundos cuando el próximo intento fue más exitoso. Al siguiente ya me sentía todo un piloto de la NASA. Con un fuerte arranque la pequeña nave despegó. Comencé a controlarla con el remoto, subía, bajaba… hasta que vino una fuerte ráfaga de viento y la elevó llevándosela hacia… ¡los árboles! Traté de controlarla, pero ya era muy tarde… Nuestra avioneta quedó incrustada en una de las ramas más altas como a 70 pies de altura. El primer pensamiento fue lo que había pagado por la nave. En pocos segundos, el árbol se la había tragado. Pero cuando vi el rostro de mi niño, se me partió el corazón: estaba desconsolado. Se sentó impotente sobre el zacate mirando la cima del árbol y luego a la caja vacía. “La perdimos para siempre”, lloriqueó. Pensé en trepar el árbol. No había manera, pero la nave estaba tan alta que tampoco iba a arriesgar mi vida. Le hice ver las cosas al niño. Estaba perdida. Fue mi error, yo tuve la culpa. Pero nada de eso lo contentó. Ni siquiera la idea que más adelante compraríamos otra. Por mi parte, yo no lo podía creer. ¿Cómo era posible? A pesar de toda mi pericia ¿en tan sólo pocos segundos había perdido la avioneta? Mi hijo tuvo una buena idea. “Prendamos el motorcito, tal vez se sacuda del árbol por su cuenta”. Apenas podíamos escuchar el pequeño “run, run” del motorcito… pero nada. No se destrabó. ¿Qué haríamos? ¿Cómo se salvaría la nave? En poco tiempo se pondría el sol… [Se concluye la próxima semana…]
Comentarios:
platicaspadres@gmail.com