
“Será Amparado Con Estatus Migratorio”
El joven a mi lado escuchaba mi traducción de la diligencia judicial. La abogada de tutelas de menores presentaba el caso del joven ante el juez. Lo que al joven le faltaba de estatura a sus 17 años, le sobraba en dignidad. Erguido, frente en alto, mirada fija sin parpadear hacia el juez, hombros hacia atrás. Aunque no comprendía el inglés, su cuerpo daba a entender que comprendía la importancia del momento. “Su señoría, este joven fue hallado en un campo agrícola, sin la compañía de sus padres. Dormía debajo de un puente, y comía de las sobras que le daban los otros obreros. Finalmente alguien dio parte a las autoridades, y fue rescatado. Cuenta que sus padres lo obligaron a salir de su casa y dirigirse hacia el norte con unos desconocidos. Al cruzar la frontera fue abandonado por su grupo. Poco a poco llegó caminando hasta esta zona. Con la ayuda de la embajada de su país hemos encontrado a sus padres quienes viven en un poblado muy pobre. Ellos niegan que Fermín es su hijo, y han firmado papeles renunciando a su patria potestad.” Yo traducía simultáneamente. Pero al escuchar esta última frase, el joven balbuceó, “¿De veras? ¡No lo sabía!” La abogada prosiguió, “Por lo tanto solicito se le conceda la tutela sobre el menor a la Agencia de Rescate de Menores, y se le ampare con estatus migratorio especial para menores”. Otra vez el joven susurró, “¡No lo puedo creer!” El Juez de Tutelas concedió ambas peticiones.
La desgracia de este joven en pocos momentos se había cambiado en su futuro más prometedor. ¿Qué había hecho el joven para ganarse el favor de sus protectores? Nada. ¿Cuánto le había costado el amparo de estatus migratorio a un país favorecido? Habiendo terminado la sesión y saliendo de la sala, el joven se detuvo. “Señor juez, voy a estudiar y trabajar para siempre decir gracias por lo que han hecho por mí”. “Siga adelante, joven, confiamos en usted”. Básicamente esa pequeña escena cuenta lo que significa ser cristiano. Somos recipientes de una gracia inmerecida. Nuestros pecados fueron perdonados en la cruz, castigados en cuerpo ajeno, y fuimos resucitados a vida eterna en cuerpo ajeno, en el cuerpo de Jesucristo. Dos mil años antes de nacer, ya habíamos sido rescatados por el Agente Protector de Pecadores. Él nos concedió gratuitamente la ciudadanía en el Reino de Dios. “Porque por gracia ustedes han sido salvados mediante la fe; esto no procede de ustedes, sino que es el regalo de Dios” (Efesios 2:8). “A ustedes, él les dio vida cuando aún estaban muertos en sus delitos y pecados” (Efesios 2:1). Nuestros mejores intenciones son las de vivir a la altura de la gracia que se nos ha dado, tal cual lo expresó el joven de nuestra historia. Pero todo lo que hagamos ¡jamás se podrá comparar con el valor de la gran obra que nos dio la vida!
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