“¡Pare el juicio! ¡Acepto los 21 años!”

“¡Pare el juicio! ¡Acepto los 21 años!”

El forense encontró al cuerpo sentado sobre el piso recostado contra la pared. Tenía dos enormes orificios. Uno en el abdomen, el otro en el pecho. Ambos cañonazos de escopeta recortada, a quemarropa. El primer disparo perforó los intestinos. El segundo destrozó los pulmones y el corazón. El forense dictó que la victima sobrevivió brevemente el primer impacto, y el segundo causó su muerte instantánea. Había dos casquillos de calibre .22 en la cercanía, y perdigones por todos lados. La policía quería interrogar a su compañero de habitación pero no lo encontraban. Diez años después por la colaboración de agencias policiales de los dos países encontraron al sospechoso viviendo en una ciudad en la cercanía de la frontera. Fue extraditado y ahora estaba encarando su juicio en un tribunal de justicia. Desde que fue detenido insistía en su inocencia. Según él había huido por temor a que lo señalaran a él como el autor del macabro asesinato. Ahora uno por uno los 12 miembros del jurado habían sido escogidos, juramentados, e instalados. Su futuro estaba en manos de ellos. Siete mujeres, cinco hombres. Todos extraños. El juez instruyó a la fiscal a que presentara las pruebas. Súbitamente, el joven me habló. “Dígale a mi abogada que pare el juicio. Acepto los 20 años de cárcel que me ofrecían. Este jurado no me conviene. La fiscal es muy sagaz. Me darán la cadena perpetua…”
Así somos nosotros. Pasamos la vida declarando nuestra inocencia ante Dios y el prójimo. Que no hacemos mal a nadie, hacemos lo mejor que podemos. Hacemos el bien a otros, y que si tal vez hay vida después de la muerte, se nos dará porque no hemos sido tan malos. Hasta que escuchamos: “Por cuanto todos pecaron, y están despojados de la gloria de Dios… Porque la paga del pecado es muerte… No hay ni uno bueno…” Nos da terronera. Como el joven de la historia, exclamamos “Paren ese juicio, me van a dar por culpable. Estoy perdido”. Cuando llegamos a ese punto hemos llegado al mejor momento de nuestras vidas, pues se levanta Jesucristo, y exclama, “Mas el regalo de Dios es vida eterna, en Cristo Jesús… siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Romanos 3:25). “Porque el Hijo del Hombre no ha venido para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas” (Lucas 9:56). “Pues Dios amó tanto al mundo que dio a su único Hijo, para que todo el que crea en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16). El joven de nuestra historia no se le permitió hacer tratos con su culpa. Lo hizo demasiado tarde. Fue condenado a cadena perpetua. No así con nosotros: Si el Hijo nos hace libres, seremos verdaderamente libres. Y esa libertad la encontramos por la fe, que su vida reemplaza la nuestra ante Dios, y somos declarados justos por Él.

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