“No Me Pillaron”

“No Me Pillaron”

Era la última sesión del programa. El Juez tomó la palabra. “Hoy, al graduarse de este programa, ustedes son la muestra del éxito de este programa. La intención no era castigarlos por usar drogas, sino rehabilitarlos. Durante los últimos 12 meses no han faltado a las terapias, han entregado todas sus tareas, y salieron limpios en todas las pruebas de drogas. Hoy, se les absuelve la pena, el récord queda limpio, y es como si nunca hubieran cometido la falta. Cuando busquen trabajo, hasta pueden decir que nunca fueron arrestados, pues con su exitosa participación en el programa, no tienen ningún antecedente. Invito a todos los presentes a felicitarlos con un gran aplauso”. Los participantes recibieron sus diplomas, y salieron del salón. Afuera del tribunal reconocí a uno de los participantes que platicaba con otra persona. “La verdad es que no me pillaron. Aprendí a responder lo que ellos querían escuchar, usaba las drogas de corto plazo, fui a todas las juntas, es decir, hice lo que tenía que hacer para quitármelos de encima, ¿qué te parece?” “Súper, te felicito. Y ¿cómo vas a celebrar?” “Ah bueno, ya sabes” dijo la muchacha dándole palmaditas a su cartera. “Aquí tengo todo lo que necesito. Esta noche hay fiesta en mi apartamento, ¿quieres venir? Te invito…”
Aunque lo neguemos con todas nuestras fuerzas, así es como vivimos nuestras vidas ante Dios y ante el prójimo, en mayor o menor grado. Grandes disimulos, buscando dar buenas apariencias, pero en el fondo nos burlamos de la ley, del prójimo, y sobre todo, actuamos como si no hubiera Dios. Jesucristo dijo que “del interior del hombre salen los malos pensamientos, los asesinatos, el adulterio, la inmoralidad sexual, los robos, las mentiras y los insultos” (Mateo 15:19). Aunque nadie aceptaría esa descripción, en verdad ahí estamos todos pintados. Pero en contraste con esta descripción, Mateo pinta otro cuadro después de citar las palabras de Jesús. Se aparece una mujer muy pobre con una hija al borde de la muerte. Ella sólo puede decir, “¡Señor, socórreme!”. No hay nada como el sufrimiento para quitarnos la venda de los ojos, y cualquier máscara que usamos para dar una buena impresión. En el sufrimiento, ya no aparentamos nada. Lo único que nos queda es un grito mudo que apenas sale del corazón. Sólo Dios lo puede escuchar. Entonces se escuchan las palabras de Jesús a la mujer, “Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres” (Mateo 15:28). Quisiéramos elogiar a esta última mujer por su fe, y condenar a la primera por burlarse de la ley. De hecho, hasta pudiera ser la misma persona, pero en diferentes etapas de su vida. En cualquier caso, el pequeño clamor, “¡Socorro!”, llega a oídos de Dios como si no hubiera ningún otro sonido en el universo. Y en ese momento hay fiesta en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de arrepentimiento.

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