La Otra Cara del Tsunami
Ha sido necesario que terminara de caer hasta la última gota del tsunami que se abatió sobre las costas asiáticas, para que la sensación de horror al desnudo fuera reemplazada, en lo posible, por un principio de reflexión. Una sensación de impotencia se creo frente a la llamada catástrofe natural de Indonesia, Tailandia o Sri Lanka y tendemos a abrir los brazos ante el advenimiento de una catástrofe natural imprevisible y ciega. Detrás de una ola gigantesca, ¿qué culpables buscar?
Y, sin embargo, el impulso de solidaridad internacional que ha universalizado la tragedia, acercándonos a los tailandeses como si los tuviéramos al alcance de la mano gracias al aluvión de imágenes televisivas, poco a poco nos va sacudiendo el sopor.
Esto es parte de una misma vara, en un extremo tenemos la pobreza e incultura de los habitantes de Indonesia, Tailandia o Sri Lanka, que conocían el peligro pero no estaban organizados ni educados, y en el otro extremo se sitúan los japoneses, expuestos también desde siempre a idéntico peligro, pero perfectamente organizados con sus construcciones antisísmicas, sus sistemas de prevención funcionando y, lo más importante, el pueblo está educado: cualquier escolar sabe qué hacer en caso de alerta, hacia dónde correr, adónde refugiarse.
Los habitantes del océano Índico no tienen nada de eso, por la sencilla razón de que los países a los que baña son pobres. Por eso mismo han perdido en parte la identidad que les permitía anticiparse al peligro aunque, debido a su pobreza –la cual implica, casi sistemáticamente, el tener gobiernos corruptos–, no han tenido la previsión de crear sistemas de detección capaces de avisar a la población de la llegada de la ola, ni tampoco la de formar a los niños en las escuelas para que aprendan a reaccionar.
Esta referencia a la pobreza nos coloca en el corazón del problema: estamos ante un grupo de países, Tailandia y las islas Maldivas a la cabeza, que ha encontrado en el turismo su salvación aparente y su desgracia real. Si las costas tailandesas estaban naturalmente protegidas del oleaje por un entrelazamiento de raíces llamado manglar, la necesidad de limpiar las playas para levantar bonitos bungalows y sombrillas de colores destinados a los turistas del mundo entero ha arrasado por completo con esa valla vegetal.
Alguien me pregunto donde estaba Dios en esos momentos, Mi respuesta fue muy sencilla. Dios puso el manglar para proteger a las islas del tsunami, los hombres en nombre de su nuevo Dios (el dinero), quitaron el manglar sin medir las consecuencias.
Pero el turismo ha arrasado también con otra valla, me refiero al miedo. Para los turistas, el hecho de haber pagado un tour con todo incluido –viaje, hotel, seguro médico– se traduce en una actitud suicida. Todos hemos visto esas películas realizadas en Tailandia por turistas que, entre encantados y alelados, filmaban el tsunami para mostrarlo a los amigos de regreso a sus casas, sin darse cuenta de que la ola no formaba parte de un divertido programa de vacaciones, y de que no estaban en Disneylandia, sino próximos a morir.
Los accidentes provocados por la inconsciencia de los turistas en zonas peligrosas, alentados por las compañías de turismo que ganan fortunas inventando distracciones cada vez más aterradoras para saciar el gusto por las emociones fuertes, dan la señal de alerta para una especie que se ha olvidado de respetar lo que antes le inspiraba un sano temor: la montaña, el agua, el fuego.
La capacidad de tener miedo es constitutiva del ser humano, y del ser vivo en general. Lo sucedido en Tailandia con los animales lo revela. Cuando pasó la ola, no se encontró el cadáver de ninguna fiera salvaje: todas habían sentido venir el tsunami y huido a las montañas. Los campesinos aún no atontados por la falsa prosperidad traída por el turismo prestaron oídos al lamento de los elefantes. Nunca los habían oído gemir así, nunca los habían visto tirar de sus cadenas hasta romperlas para escapar hacia las tierras altas. Lo comprendieron a tiempo, decidieron escucharlos, montaron sobre ellos e hicieron montar a los turistas que contemplaban el espectáculo con la boca abierta. Así consiguieron salvarse.
Obviamente, también se salvaron muchos de los que estaban en edificios bien construidos, en buenos hoteles. En cambio, una gran proporción de campesinos pobres de esos países, que tradicionalmente no solían vivir con los pies en el agua, sino en regiones más resguardadas, perecieron por la buena razón de que el turismo quiere playas.
Agreguemos a esto que el turismo playero también suele querer niños y niñas, y que Tailandia es una de las mayores víctimas mundiales del comercio de la pedofilia. La catástrofe vivida fue natural, pero la causa económica que impidió, por una parte, mantener vivo y despierto el contacto espontáneo con los signos del mundo natural y, por otra, disponer de sistemas científicos de alerta como los países más ricos del océano Pacífico, la convierte en una catástrofe muy poco natural.
Por el momento, además de los muertos y desaparecidos de Indonesia (228.429), a la lista se suman Sri Lanka (30.957 muertos); la India (16.413); Tailandia (5384); Somalia (298); Maldivas (82); Malasia (68) y Myanmar (61).
Ojalá que este drama saque a la luz el otro drama escondido, el de una serie de países con alta pobreza e incultura que cubre su cara con la mascara de lugares “paradisíacos”, y que las reacciones ante la amplitud del desastre sean las únicas moralmente posibles: dotar a los países del océano Indico de sistemas de alarma similares a los del Pacífico, dotarlos de educación y dotarlos de trabajo real y productivo. De lo contrario, las generosas donaciones de los particulares, que afluyen desde todas partes del mundo, no servirán para otra cosa que para que vuelva el turismo “aventura” que engrosé el bolsillo de unos pocos empresarios y para que el consiguiente tráfico de niños siga floreciendo. Las catástrofes “ciegas”, a las que nunca es ajena la corrupción nacional e internacional, eligen con preferencia a sus víctimas entre los países pobres.
Hasta la próxima semana