¿Con la Mamá o con los Abuelos?

¿Con la Mamá o con los Abuelos?

Dos familias. Tres niños. Un juez. Hace unos dos años los padres perdieron la custodia de sus niños. Habían sido arrestados por uso y venta de drogas prohibidas. El tribunal de menores dio la custodia a los abuelos paternos. En ese entonces los niños tenían uno, dos, y tres años. Ahora la madre venía pidiendo al juez la custodia de sus niños. ¿Sus razones? Tenía más de un año de sobriedad, tenía un buen trabajo, tenía su propio apartamento, su vida había cambiado. “Señora juez, los niños están felices cuando me vienen a ver, pero cuando les digo que tienen que regresar con los abuelos, gritan que ¡no! y se esconden. Se me hace muy difícil convencerlos que vuelvan con ellos”. Por su parte, los abuelos paternos decían “Es que nosotros ya queremos a los niños como nuestros propios hijos; disfrutan con su mamá, pero aquí no les hace falta nada”. La madre rebatía esos argumentos diciendo que su ex, el papá de los niños todavía usaba drogas, y cuando visitaba a los niños en casa de los abuelos iba todo drogado. Los abuelos decían que antes de entrar a la casa registraban al papá de los niños para ver si tenía drogas escondidas en su ropa, y que no había peligro alguno para los niños. Si fueras el juez, ¿qué harías? ¿Con la mamá donde tal vez les falte juguetes? O ¿con los abuelos con casa grande y donde no les falta nada?
En el tribunal de arriba Dios toma otra decisión. El Juez y Rey decide adoptar a los niños, y luego a toda la familia materna, y toda la familia paterna. Así todos serán miembros de su propia familia real. ¿Radical? ¿Improbable? De ninguna manera. De hecho, es lo que ya sucedió en la cruz. Allí Jesucristo pagó el precio por nuestra adopción. Dice la Escritura, “Dios nos amó tanto que decidió enviar a Jesucristo para adoptarnos como hijos suyos, pues así había pensado hacerlo desde un principio” (Efesios 1:5). Jesucristo es nuestro hermano mayor, y Él nos reclama como sus propios hermanos en su misma familia. En esa familia se disciplina con amor, pues allí todos somos hijos traviesos, malcriados, e ingratos. Pero Él nos corrige con su amor. Vemos su amor en las circunstancias de la vida que tenemos que afrontar, que nos obligan a confiar en Él, cuando tenemos que vivir en oración, platicándole de nuestros problemas más íntimos y dolorosos. Pero no todo es congoja. Nuestros momentos favoritos son cuando con cantos de alegría agradecemos al Padre y su Hijo Jesucristo por adoptarnos para siempre, pues es una adopción irrevocable. Lancemos un grito de corazón diciéndole “¡Sí te creo!” al pedido de adopción que te hace tu Padre Dios. Entonces sabrás que “el Señor Dios es mi pastor, nada me faltará… el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida, y en su casa viviré para siempre jamás!”

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