Y el Oscar es para… los inmigrantes

Y el Oscar es para… los inmigrantes

David Torres

“Gracias, soy inmigrante”.

Esa frase que pronunció de entrada el director mexicano Guillermo del Toro como carta de presentación tras recibir la noche del domingo pasado el premio Oscar a la mejor película por The Shape of Wateren el Teatro Dolby, de Los Ángeles, condensa en gran medida esa identidad que caracteriza inevitablemente a quienes en el simbólico autoexilio hemos tenido que rehacernos fuera de nuestros respectivos lugares de origen.

No es fácil.

De hecho, ser inmigrante en este país, sobre todo en los difíciles y xenófobos tiempos que nos ha tocado vivir en esta insufrible administración instalada en la Casa Blanca, constituye ahora mismo un desafío, una lucha constante por sobrevivir a los embates de la violencia, verbal y física; una resistencia al ninguneo y a la insistencia oficial de borrarnos del mapa demográfico estadounidense, básicamente por el color de la mayoría y por su origen, con el fin de blanquear el panorama social que tanto añoran los antiinmigrantes.

Es también una voz que tiene que alzarse en las calles y en las plazas para manifestar el derecho a la existencia, tal como lo hacen los Dreamers, esa generación de jóvenes que le ha dado un nuevo rostro a la lucha política, convirtiéndose asimismo en una generación histórica de inmigrantes sin precedentes.

Lo demostraron también durante la ceremonia de entrega de los premios Oscar, y sin temor, haciendo referencia a los Dreamers, una actriz y un actor que han triunfado en la industria cinematográfica estadounidense: la mexico-keniata Lupita Nyongo y el pakistaní Kumail Nanjiani, quienes abiertamente expresaron: “Somos Dreamers. Nos criamos soñando con que algún día trabajaríamos en las películas. Los sueños son la esencia de Estados Unidos… a todos los Soñadores ahí afuera, estamos con ustedes”.

“En el más allá no hay muros”, agregaría el actor mexicano Eugenio Derbez al presentar la canción “Recuérdame” que sirve de fondo musical de la película Coco, también premiada en la categoría de mejor película animada. 

Imagino el múltiple disgusto de esa nativista mitad del país al atestiguar que un inmigrante –independientemente de su experiencia personal— recibía la codiciada estatuilla en las categorías de mejor director y mejor película; una estatuilla inspirada, por cierto, en otro director cinematográfico mexicano, Emilio “El Indio” Fernández, durante su paso por Hollywood muchas décadas atrás. 

Imagino también la expresión de furia de quien sugiere ahora mismo permanecer a perpetuidad en la silla presidencial al darse cuenta del mensaje enviado directamente a él con la entrega de uno de los premios más esperados cada año en Estados Unidos, ceremonia vista por millones de televidentes en todo el mundo.

Imagino la ansiedad de todos aquellos integrantes de su resquebrajado equipo, a quienes les está pisando los talones la justicia como consecuencia de la trama rusa, al ver que un inmigrante triunfa, mientras ellos hacen malabares para evitar que los hallazgos de la investigación del fiscal especial Robert Mueller los implique y vayan inevitablemente a prisión.

En fin, imagino a la actual Primera Dama pensando en qué de especial habría destacado para recibir la “visa Einstein” de habilidades extraordinarias, ante la sí extraorinidaria carrera cinematográfica de un inmigrante que ha hecho de su género fílmico su mejor carta de presentación para merecer un espacio en este país, independientemente de las filias y las fobias en el ámbito del gusto estético por sus producciones. Ese es otro tema.

La nuestra no es una película, es cierto. Y tampoco deberíamos merecer un “premio” como el Oscar tan sólo por contar todos los días la crónica de nuestras andanzas migratorias, en los campos agrícolas o en las empacadoras; impartiendo clases o limpiando alfombras; realizando cirugías o cuidando enfermos; dirigiendo películas o limpiando las ventanas de los rascacielos; abriendo negocios o cortando ramas; escribiendo libros o componiendo autos… En fin, garantizando de ese modo la generación de relevo de este país de inmigrantes.

Nadie sabe a ciencia cierta cuánto tiempo más durará la campaña de “limpieza social” disfrazada de política migratoria que promueve el actual grupo en el poder, pero de una cosa sí hay que estar seguros: la frase “Gracias, soy inmigrante” definirá, como lo ha hecho esta vez Del Toro, la mejor carta de presentación de nuestra historia, cuyo guión aún se sigue escribiendo.

David Torres

David Torres