“Allá en el Rancho Grande…”

“Allá en el Rancho Grande…”

Vivía una rancherita. Y la rancherita viajó al norte. Allí se encontró con un señor de su rancho. Se casaron… ¿Y fueron felices? Tres años después compraron un lote cerca del rancho. Cinco años después habían construido una casa con todo y alberca. Diez años después compraron otra casa, pero en el norte. Quince años después ahora estaban en el Juzgado del Derecho Familiar, pidiendo el divorcio. “Y, ¿cómo van a dividir los bienes?” preguntó el juez. La esposa respondió. “Me gasté las uñas limpiando baños, lavando pisos, tendiendo camas en los hoteles para pagar la casa allá en el rancho. Era la casita de nuestros sueños. Hace un año me encuentro unos papeles donde él pasó el título de esa casa a su hermano. Es la casa más bonita. Hoy ya vale mucho. Pero ahora que me quiero divorciar porque me engañó con otra, me dice que no me puede dar la mitad, porque la casa es de su hermano.” “Y usted, ¿qué dice señor?”, preguntó el juez. “Mi hermano no tenía donde vivir con su familia, le ayudé con la casa”. “Mentira, él ya sabía que se iba a divorciar de mí, por eso se la pasó a su hermano”. El juez dio su fallo. “La casa se compró con el trabajo del matrimonio. No tenía derecho de pasarla a su hermano. Le entrego la otra casa de acá a su esposa para compensarla. Por hacerse el listo, perdió allá y acá. He dicho.”
Este planeta tierra iba a ser nuestro “Rancho Grande” con nuestro Creador. Pero lo regalamos por codiciar lo prohibido, lo que no era nuestro. Desde entonces, la codicia ha sido nuestro tropiezo. El décimo mandamiento de la Ley de Dios reclama: “No codiciarás”. Pero nuestra naturaleza está tan corrupta que tomamos el mandamiento al revés, y codiciamos todo. Los bienes del otro, el trabajo de la otra, el marido de la vecina, la mujer del jefe, sin fin. Hasta que Dios envió a su Hijo a poner fin a la codicia. Pero, ¿cómo? En la cruz codició tomar nuestro castigo, sufrió nuestra pena para pagar por nuestra codicia. Y con su codicia santa, mató nuestra codicia impura. “Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia” (Jeremías 31:3). La codicia no puede tolerar ni el perdón ni la misericordia. “Pero”, puede preguntar alguno, “¿Entonces por qué todavía sigo codiciando?” Mientras tengas vida, codiciarás. Pero, ahora que ya has sido perdonado ante Dios, puedes codiciar lo que antes no codiciabas. Ahora puedes codiciar la gracia, la misericordia, el perdón, la pureza. Puedes codiciar amar más a tus hijos, a tu esposa, a tu propio marido. No hay nada que mate la codicia por lo ajeno, que codiciar lo que ya es tuyo. Esa codicia es pura y santa. ¿Quieres verla? Mira a la cruz. Allí estaba Jesús de Nazaret, codiciando tu salvación. ¿Y el Rancho Grande? Ya está listo y pago. ¡Codícialo!

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